Me ofreció su espalda.
Una espalda azul y generosa,
ajena al pecho sin latidos
que una tarde, de vértigo y de nácar,
abandonó el susurro del destino
sobre un lecho de lágrimas y rosas.
Su voz me acarició... y ya no estaba.
Tan solo el surco de un recuerdo,
hendido por el rayo vespertino,
que, olvidando su fulgor, volaba
entre las nubes del amor herido,
bajo una sombra dulce y silenciosa.